Esto lo escribí después de los primeros meses de estar en el Portiño. Algunos lo leísteis en el BOAS, otros todavía no habíais entrado en el grupo. Yo lo releo de vez en cuando, a veces es necesario recordar porqué uno hace las cosas…
El partido acabó. Por los pasillos del pabellón de Elviña, el ir y venir de los sudorosos y axfisiados jugadores, mezclados con sus incondicionales seguidores que, según el caso, Rañas o Portiño, Portiño o Rañas (¿qué mas da?) felicitaban o animaban.Y por allí seguía Angelillo, un poco triste todavía, por no haber podido jugar. Me había pasado la tarde intentando hacer que se riera un poco, bromeando y jugando con sus otros compañeros. Pero sacarle una sonrisa a Angelillo, al contrario que a los otros cativos, a veces parece más difícil. Él es un poco especial.
Hace tres meses no me habría preocupado, lógicamente, porque hace tres meses no conocía a Angelillo, ni siquiera sabía exactamente por donde estaba el Portiño. Lo único que conocía era lo del famoso derrumbe del vertedero, años ha, y que una amiga mía, María, a la postre coordinadora del proyecto de la OAS allí, estaba un poco desesperadilla porque no tenía gente suficiente. Y yo hacía tiempo que quería hacer algo más en mi vida que enterrarme bajo una montaña de libros de mi interminable carrera. Pero yo creo que no supe ser niño cuando era niño, así que, pensaba, malamente haría de niño siendo mayor.
Hasta el último instante antes de subirme al coche le expresé estas dudas a María. Afortunadamente me ayudó a quemar mis naves.
Reconozco que me sentí bastante perdido el primer día, unos quince niñas y niños, gritando, corriendo, y yo por allí en el medio, intentando aprenderme el nombre de todos (vano esfuerzo, todavía no me los se hoy), siguiendo las instrucciones de la “profe”, encajando los vaciles de los mas osados, e intentando recordar las cosas que aprendía yo cuando tenía sus cortas edades… Sobreviví, haciéndolo creo que no demasiado mal, y al final del día recordé sensaciones que desde hace bastante tiempo tenía olvidadas.
Y fueron pasando los miércoles de deberes de Lengua de Diana, de las fracciones de Desiree, de los cuadernos inacabados e inacabables de Angel, de los follones del grupillo de las pequeñas revolucionarias, de fichas coloreadas, de juegos diversos…días que me fueron dando confianza, compenetración con los otros voluntarios y con Carmen, una religiosa que nos dobla o más en sabiduría por la experiencia a sus espaldas. Y también he adquirido una cierta perspectiva de nuestro trabajo. Porque puede parecer que un día a la semana no es gran cosa, casi una limosna en nuestras “civilizadas” vidas, y sin embargo creo que más que una cuestión de tiempo es más, como siempre, un problema de intensidad. Creo que no debemos pretender enseñarles lo que no aprenden cada día en su escuela o en sus casas, en tan poco tiempo sería un esfuerzo inútil, sí dejarles un pequeño poso para ayudarlos en su integración social. El viento, además de agitar los árboles de vez en cuando también les arranca algunos frutos. Sobretodo si volcamos toda nuestra humanidad en ello. Recuerdo como uno de los más gratificantes el día en que Joana, una pequeña de unos seis o siete años por poco me estrangula cuando de un salto se me colgó por la espalda. Sentí entonces que las cosas empezaban a ir bien de veras.
Y la culminación de estos meses fue la fiesta de Navidad. Vaya, no se como fueron las anteriores pero tuve la sensación de que fue un éxito. Al principio el ambiente parecía un poco frío, como el tiempo, pero con la inestimable ayuda de Araceli y sus pulmones de acero, que llenaron de globos multiformes la fiesta, de los voluntarios que llenamos algunos con éxito los estómagos de los niños (y por qué no decirlo, de los mayores también, incluidos los nuestros), y sobretodo de los propios niños, con los cuales acabamos bailando y cantando “a capela”, animados especialmente por el pequeño grupo de revolucionarias, Séfora, Tamara y demás…
“La atención al pobre debe plantarse si reaccionas ante el como ante cualquier otra persona”, solía decir el Padre Gabriel Vázquez Seijas, un buen amigo que me había metido en estos jaleos antes de entrar en la universidad. Razón no le faltaba, pero si bien hay pobreza material en estos niños, en sus risas, sus travesuras, en la viveza de sus miradas, hay una riqueza por descubrir, porque lo que hace falta hoy en el mundo,es, precisamente, ilusión. Y yo espero pasar tiempo al lado de estos chavales… al menos… para descubrir el porque de ese poso de tristeza que percibo de Angel. Quizás él y yo no seamos en el fondo, demasiado diferentes, y afrontamos el día a día, él con sus problemas y yo con los míos, en la distancia, con el blues, ese sentimiento dulcemente triste que te atrapa y no te abandona jamás…